domingo, 6 de marzo de 2011

Reflexiones desde el margen # 11

La huida, la fisura, el regreso al origen

Hay muchas maneras de no vivir, una es la huida, la huida a la vida de otro. Otra, más sutil, es la metamorfosis: convertirme en otro. Muchos, así, se convierten en nómadas de vidas ajenas, o en soñadores de otras vidas. Lo contrario tampoco es escaso: adoradores del tótem del ego, azuzadores del fuego que funde el oro con el que se creará el becerro, ídolo que vivirá por mí. A cambio exige poca cosa, escaso vasallaje: lucha sin cuartel a ídolos vecinos, así como la voladura de todo acceso a una vida nueva, con nuevos sentidos.
Egolatría, huida, variaciones de la misma melodía, sólo instrumentos distintos. La era del yo.
Es conveniente ser sensible a ésto. Estamos continuamente manipulados por una criatura de la evolución natural que llamamos yo. Nos inflige sutil tortura y es fuente de angustia y engaño. Su única función, en el pasado, fue la lucha por la supervivencia. Hoy, sus restos han adquirido autonomía y sólo sirven a su propia permanencia, a su hegemonía. Se ha arraigado en su propio caldo de cultivo, cobrando fuerzas nuevas y siendo el artífice de todas las vidas, solitarias, absolutamente incomunicadas.
Pero, ojo, los trucos que componen el núcleo operativo del “yo mismo” son inagotables. Intenta combatirlo, y lo harás más fuerte. Intenta engañarlo, y lo harás más fuerte. Intenta obviarlo, y lo engordarás. Intenta desconectarlo, y oirás risas lejanas en algún recóndito lugar de tu cerebro. Finge desinterés y estarás aún más atrapado. Decía Watts que luchar contra él era como intentar elevarse tirando de los cordones de tus propios zapatos. Ingenioso Watts.
Y es que el ego es como mi apéndice cecal. Supongo que en algún momento de la evolución de nuestra especie habría tenido alguna importancia estratégica en la defensa inmunitaria desde el tracto digestivo. Hoy sólo es una molesta fuente de problemas.
Existe una identidad más allá del ego, quizás muchas identidades, quizás algo que va mucho más allá de lo que entendemos por identidad, una existencia nueva, una nueva comunicación solidaria entre todos. La superación de diferencias por la simple constatación que somos lo mismo. Punto de partida: son mucho más numerosas las semejanzas que las diferencias entre todos nosotros. Las diferentes culturas son variaciones de un mismo fenómeno previo a todas ellas y, por supuesto, común. Esto es lo que me hermana con un nepalés, un mongol, un nigeriano, o con el vecino de la puerta de al lado. No significa ello, sin embargo, alguna forma de clonaje. No somos clones. Somos variaciones, algunas de ellas excepcionales –piénsese en Bach, Jesús, Buda, Cervantes- de lo mismo, es decir, la diversidad dentro de la unidad, o al contrario, como se desee. En el interior de cualquiera de nosotros dormitan los mismos resortes que hicieron levitar a Santa Teresa, o llevaron a la cruz a Jesús de Nazaret (con toda la humanidad doliente en su corazón).

La auténtica globalización, la que está aún por venir, nacerá de una mirada nueva: mirar como mira un niño pequeño, sin conceptos previos, sin palabras previas. Conceptos, palabras, pequeñas cárceles para la experiencia. Un niño mira y vive, al mismo tiempo, sin fisura entre la experiencia y lo experimentado. Cada vez que mira la luna no ve “la luna”, sino una luna nueva, una experiencia nueva, recién nacida, bullendo, por tanto, emoción y sorpresa sin límites. Cuando crecemos separamos la experiencia de lo experimentado, y aparece el yo, el gran divisor,  el gran prestidigitador, sacando de su chistera conceptos, medidas, que son las que vivirán por nosotros, creando un telón de fondo hecho de palabras, imágenes prefabricadas y nos dirá: “ahí tenéis el mundo, no miréis detrás, lo que hay detrás no os conviene”. Y nos dirá: “ahí tenéis vuestro público, actuad”. Ese es el momento de la aparición de la angustia, moneda de cambio común en occidente, del miedo a no tener miedo, del apego a lo pequeño, de la dependencia, de los pequeños amores y grandes odios…

Vivan los poetas verdaderos, seres extraños que, usando las palabras, entre ellas, a pesar de ellas, hacen desaparecer la fractura esquizoide que tenemos todos en nuestras almas escindidas, acercándonos un poquito al olvidado origen, donde éramos completos, donde todo era, cada vez, nuevo. Los poetas nos enseñan a despertar a una nueva conciencia. Son los únicos que pueden preguntarse con verdadera perplejidad “¿quién es el poeta?”. Es entonces cuando el telón empieza a transparentarse, cuando las tablas del escenario, que parecían rígidas, se tornan blandas, cuando las luces de los focos se gelatinizan, cuando el público se desenfoca, cuando el actor deja de serlo… para ver con ojos nuevos, con ojos de niño, con ojos de hombre antiguo. La poesía nace y, con ella, todos nos redimimos un poco. El poeta mientras tanto, clavado en la cruz, dibuja una imperceptible sonrisa en la comisura de su boca.

Dejémonos llevar por los poetas, por lo absolutamente imprevisible, sorprendente, arriesguémonos a no tener miedo, y despertemos a una nueva conciencia. Pero no nos olvidemos que despertaremos entre dormidos, cada uno con sus pesadillas.
Y alerta. Hay mucho que sueña que sueña haber despertado.

2 comentarios:

  1. Despertar de un sueño para entrar en otro...

    A veces pienso, que nos complicamos la existencia, queriendo descubrir lo que existe mas allá sin saber y que hay mas acá

    Besos y amor
    je

    ResponderEliminar
  2. Tienes razón, debemos dejarnos fluir, sin complicaciones... mejor dicho, sin luchar contra las complicaciones. Si no luchamos contra ellas, las soluciones vienen sólas.

    Muchas gracias
    Un abrazo

    ResponderEliminar

Comente lo que desee.