domingo, 9 de enero de 2011

Reflexiones desde el margen # 4

Fluidez e inocencia

La fluidez y la inocencia. ¿Cómo hacerlos compatibles con un “estar a salvo”? Me refiero a estar a salvo de mal entendidos, sobreentendidos, prejuicios… todo aquello que hace imposible una relación con los demás basada en la sinceridad, en la autenticidad en la expresión, en la verdadera comunicación. Innumerables escollos que impiden una mirada limpia, una relación limpia. Demasiado ruido en las cabezas, un parloteo interminable metomentodo y alcahuete, adulterador, tergiversador, trabucador, interesado, cínico y malintencionado.
Callarlo es posible. La consecuencia es descubrir que detrás de la canalla neblina cegadora existe vida, que por encima de la espesa capa de nubarrones brilla un limpio cielo azul.
El precio es la soledad. Es lo que se paga por volver a ser niño, porque ya nadie te acompaña, estás sólo. Cuando eras cronológicamente niño todo era más fácil, todo el mundo era como tú, mejor dicho: todo el mundo eras tú. Imposible estar sólo, la comunicación era directa, sin necesidad de mecanismos intermediarios corruptores, la fluidez y la inocencia eran no sólo posibles sino que eran la herramienta vital natural.
Hoy visito los parajes de mi niñez, de mi nueva niñez, de mi adulto-niñez, y sólo veo fantasmas. Volviendo-siendo-sin dejar de haber sido nunca, bajito como un niño, veo desde muy alto, y no veo a nadie a mi lado bajito como yo, sólo veo angustia y sufrimiento en los que oigo respirar de cerca, odio y frustración, sólo ceguera y hambre de justicia, una justicia que, obviamente no les llega, porque no comprenden que en el mundo real, el de los niños, no existe justicia, que es un invento de gente muy lejana de la pureza de los orígenes, de gente que ha crecido olvidándose que un día fueron reales. El mundo real carece de palabras inventadas: justicia, orden, derecho, beneficios, prioridades… conceptos sacados de no sé qué giro corrompido de la evolución social heredable de una generación a la siguiente, durante milenios, hasta llegar a nosotros. En el mundo real se ve tan claro que no hacen falta jueces ni juicios, orden y ordenanzas. Pero vivimos una farsa aburrida, una mala opereta. El acceso a lo real lo destruimos hace tiempo, dedicándonos a vivir una vida prestada de mal guión de pastiche. Eso sí, queremos justicia, ¡tenemos derecho!, ¡debéis haced esto y aquello por mí, no penséis ésto sino lo de más allá!… y bla, bla, bla, la cotorra prosigue con su cháchara parlanchina sin cesar, bajo los focos de teatro barato, delante de un público sordo, ciego, con los cerebros paralizados por sus respectivas cotorras, generando un ruido ensordecedor, generando toneladas de angustia, de pánico, de miedo, de aturdimiento, de muerte.
A Buda, Cristo, gente extraordinaria, les gustaba la presencia de los niños. Sin duda ellos eran niños. Pero no les predicaron a ellos, sino a la gente del teatro, de la vida irreal, a la gente que necesitaba volver a recuperar el silencio, el sueño limpio, la vida perdida. A los niños les hablaban como a iguales, con el lenguaje no corrupto de la fluidez y la inocencia.
Volvamos a ser seres fluidos, dúctiles... porque mirad allí... las hojas siguen cayendo.

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